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El ajedrez

Lo siento mucho. Siento ser yo la causa de tus desvelos. Que mis ojeras sean el motivo de las tuyas. Pero ya sabes madre, como son las cosas del amor.
Esta astilla no me la sacas con las pinzas de tu neceser, ni me curas este dolor untando tu dedo con saliva. Que no, madre. Que no. Que me ha dejado el alma hecha polvo y que tu trapo no es capaz de limpiarlo. No te pongas el delantal para ordenar lo que me desordenó. Que no. Que por más que te empeñes las madres no podéis curarlo todo.
¡Ay madre! Que me he convertido en la palabra de un verso inacabado. Que me duele los besos que ya no me dará y llevo clavado su ausencia como esos alfileres de tu costurero. Que me cuesta vivir madre. Que lo echo mucho de menos. Que me cuesta respirar si no lo tengo. Que no, madre. Que tu sana sana, culito de rana, si no te curas hoy, te curarás mañana, no alivian las heridas que él me provocó. Y no enciendas la lamparita, no vale de nada. Ahórrate la luz, que no le da claridad a esta oscuridad. Y guarda tu botiquín, madre. Que no hay analgésicos para esto. Que no. Que no, madre. Guarda esas tiritas. Que no me han raspado las rodillas, sino el centro del corazón. Y no llores por favor. Que me pones peor. Que tu niña, ya no es niña. Que tengo heridas de mujer.
Una cosa, madre. Solo una te reprocho. ¿A qué mentirte? Tuviste que haber dejado que mi padre me hubiese enseñado jugar al ajedrez. ¿Recuerdas cuándo se empeñaba en que me pusiese delante del tablero con él y tú siempre le decías que eso no era juego para niñas? Pues  bien. Ahora el amor me ha cogido fuera de juego. Di con un experto en peones, caballos, alfiles, torres, reyes y reinas. Ni siquiera he podido reaccionar. No he visto venir el jaque. Y ya ni te cuento el jaque mate. Acabó conmigo.


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