Estaba ensimismada mirando al frente sin mirar nada en concreto cuando hubo algo que le llamó la atención. Se levantó y cogió la nota que había en un mueble auxiliar del salón. La nota estaba doblada en cuatro partes perfectas y en el centro de la misma, con una letra que conocía desde que tenía uso de razón, se podía leer su propio nombre.
La letra pertenecía a su madre. La desdobló y leyó:
Sube a tu cuarto, abre el tercer cajón del armario y coge la cajita roja que hay allí.
Frunció el entrecejo. ¿De qué iba aquello?, no entendía nada, no obstante hizo lo que la nota le ordenaba y subió las escaleras.
Se dirigió al armario y abrió el tercer cajón. La cajita roja estaba allí. Su cajita roja.
Tenía un broche dorado, de esos que se abren con una llavecita minúscula.
El broche estaba abierto, ella lo dejó así porque había perdido la llave siendo aún una niña. La cogió, se sentó en la cama, se puso la cajita sobre las rodillas y la abrió. Se encontró con folios amarillentos castigados por el paso del tiempo, escritos por ella misma.
Se trasladó a casi veinte años atrás, cuando en folios escribía sobre sentimientos, sobre alegrías y tristezas, sobre amores y desamores, donde desnudaba el corazón sin ningún tapujo.
Recordó como su madre, cuando ella le daba a leer aquellos trozos de historia le decía que no cambiara nunca, que jamás ocultara sus sentimientos, que llorara siempre que lo necesitara ya que las lágrimas eran la medicina perfecta para el alma.
La mente la trajo al presente... y lloró.
Lloró por todas las veces que necesitó hacerlo y que por hacerse la valiente no hizo.
Lloró por todas las palabras que pudo haber dicho y que por cobardía se calló.
Lloró por todos los besos y abrazos que pudo haber dado y por no sentirse vulnerable se guardó.
¿En qué momento de su vida cambió su forma de ser e iba disfrazada por la vida con aquella coraza de metal?
Cerró la cajita y bajó con ella las escaleras, sintiendo que la persona que bajaba no era la misma que anteriormente había subido.
Se encontró a su madre en la cocina, de pie, esperándola. La abrazó.
La abrazó como no recordaba haberlo hecho en años. Y la escuchó decir:
-No me hiciste caso hija mía, te dije que jamás cambiaras y lo hiciste. Te dije que lloraras siempre que lo necesitaras y no lloraste. Enterraste en lo más profundo de tu alma, tu verdadero yo.
Le abrió la palma de la mano y le colocó allí la llavecita de la cajita roja mientras le decía:
-Intenta recuperar a la persona que es dueña de esta llave.
Cuando se disponía a responderle, escuchó que alguien llamaba a la puerta. Se giró sobre sí misma para abrir.
Se encontró con su padre, la estatura de este impedía al sol colarse por la puerta.
Con voz pausada y triste lo escuchó decir:
-Hija, me acompañarás también hoy a ponerle flores a tu madre ¿verdad?
Miró a su espalda, para la cocina... no había nadie.
Bajó la cabeza y abrió la mano.
La minúscula llavecita estaba allí.
Bonito, precioso, tierno, emotivo. Soy una tonta emocionándome de esta manera, a sabiendas que ya me habías avisado. No lo puedo evitar, me pasa siempre que leo algo así. Me encantó.
ResponderEliminarUn besote, amiga!!
Y a mí me encanta que te emociones...
ResponderEliminarGracias!!