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Un amor de noventa días

Yo era de colores fuertes. Los naranjas, los rojos. Y me hice adicto al azul claro, solo porque le gustaba a ella. Nunca me gustaron las pelirrojas y ella tenía hasta el último vello y lunar de ese color. Y me volvió loco. Me volví loco por ella. Sabía que me haría pedazos. Una y otra vez algo en mi interior me lo decía y una y otra vez, hacía caso omiso a mí mismo desterrando aquella desagradable sensación.
Si ella me miraba, paraba el mundo para vivir más tiempo aferrado a sus ojos. Si ella me besaba o me abrazaba, odiaba el instante siguiente al que dejaba de hacerlo, porque sentía que me quitaba minutos de existencia cuando se apartaba. Si ella me hablaba, me dolía el instante después en que guardaba silencio. Añoraba su voz mucho antes de que se callase.
Yo, que me molestaba la arena sobremanera, solo me faltó comprarle una playa para tenerla a mi favor. No había cosa en el mundo que para mí, ella no se mereciera a pesar de que me dejaba el alma a medio camino entre la vida y la muerte. Lo sabía. La amaba más allá de la certeza de saber que tardaría años en recuperarme de aquella mujer. Y no era ella. Ella no hacía nada en especial. Era yo y esta manía mía de amar con locura. ¿Se puede acaso amar de otra manera que no sea así?
Ella me quería, pero de una manera muy suya. Me decía siempre que no sería el amor el que acabara con ella. Que el amor iba y venía. Me lo decía con las manos apoyadas en esa barbilla que mis manos ansiaba acariciar constantemente y con esa mirada que adoraba como el más auténtico de los idiotas. Y luego se quedaba tan tranquila mientras se pedía un café. Y yo, hacía hasta lo imposible para que no se diese cuenta de que me iba desmoronando como esos muñecos de nieve que los niños hacen por pura diversión y a los que luego les da el sol y solo quedan de ellos, la nariz de zanahoria y la bufanda de colorines.
A ciencia cierta sabía que aquel amor era e iba a durar, lo que dura una estación. Esa estación favorita que tenemos todos y que disfrutamos hasta el último segundo, porque sabemos que tiene los días contados. Noventa días. Un amor de noventa días.
Sus besos tenían sabor a  mermelada de fresa y nunca le dije que a mí me gustaba la de melocotón para no contradecirla. No recuerdo haber tomado nunca tanta mermelada de fresa. Ni tantas tostadas y yo no era de tomar de pan. Ni siquiera me gustaba el café y me hice incondicional por ella.

Se fue como era de prever y no me dejó ni la oportunidad de la despedida.  Es otoño de nuevo. Eso me dice la imagen que veo desde mi ventana. Aún hoy estoy luchando por olvidarla. Va ganando ella. Evito eso sí, pasar por donde los tarros de mermelada de fresa cuando voy al supermercado. No voy a la playa. No tomo café ni tostadas. Ahora fumo. A ella no le gustaba nada de nada. Quiero ganar al menos en algo aunque eso le reste vida a mi vida. Como escuché una vez…cada cual elige la forma de morir que quiere.

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