Una y otra vez volvía al mismo lugar. Y una y otra vez yo
estaba allí. Aún no me explico como se puede regresar tantas veces al sitio
donde a uno lo dejan marcado. Pero ella, no cejaba y no iba a ser yo quién
diese un paso atrás. Cientos de veces se retiraba y otras cientos se acercaba. Y viceversa. Hasta traspasar los límites. La piel erizada hasta el punto de sentir frío. La
espalda arqueada sin poder evitarlo. Y a veces, hasta temblaba. Ella no se daba
por vencida aunque hubo momentos de flaqueza por su parte. También los hubo por
la mía. Su lengua era el faro que me iluminaba. Calor que me quemaba. Por
dentro y por fuera. Y mis dientes la mordían. La marcaban. La comisura de sus
labios eran cadenas que me ataban y el centro de su boca la cárcel de mis
deseos.
Le dolía en ocasiones, pero le gustaba. ¿Cuantas veces
volvió aquella tarde a mi boca? Las mismas que yo la recibía. ¿Cuántas veces
fue que le quise robar hasta la última gota de su esencia, mientras la cogía del pelo y mordía su boca? Las mismas
que ella me la entregó. Ansiaba su lengua con las mismas fuerzas que ansiaba
ella la mía. No recuerdo las veces que regresaba a mi boca en busca de unos besos que la cautivaban y la dejaban herida de
placer y fuera de combate. Ni cuantas veces yo, aprisioné su piel bajo mi piel porque no deseaba otra cosa que no fuese su
boca. ¿Y cuántas veces quise fundir su cuerpo al mío? Las mismas que se
acercaba a mí sin condición y con las fuerzas vencidas. Le dije miles de veces
que la amaba sin hablar. En cada beso, en cada suspiro depositado dentro de su boca,
en cada movimiento circular a ratos y rectos otros, por la carretera de su
espalda y en cada exhalación de aliento a medio camino entre su lengua y la
mía. Hubiese muerto en su boca y ella hubiese muerto en la mía. Pero la tarde
fue benévola y nos dejó con vida, mientras las horas pasaban y me condenaba a
su partida. Besos llenos de ansías, de pasión pero también con sabor a
despedida. El tiempo jugaba en contra. Y volvía mil veces a la esquina de su boca. Y volvía ella otras mil, al filo de la mía. El tiempo no se paraba, lo sé. Pero las horas no eran igual dentro de su boca que fuera de ella. No hay quien gane el pulso contra el tiempo.
He regresado a casa solo y me ha golpeado con fuerza el aire que ahora respiro sin estar ella. En el ambiente quedó disperso su
perfume, mis gemidos y sus gemidos. Ahora, ella está allí con las cicatrices de
mis mordidas en sus labios y yo estoy aquí, con las cicatrices de su ausencia en
mi cuarto, en la cocina, en el baño y en el sofá. Presiento que de los dos…será
ella la que se cure primero.
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