Soy un hombre de costumbres. La misma cafetería, la misma mesa, el mismo café y el mismo periódico. Hago esto, antes de entrar en el trabajo y sumergirme de lleno entre montones de papeles, desde no se cuándo. Así que esta mañana no ha sido diferente. Bueno, ha sido distinta en cierta medida. No es esta la hora a la que vengo a la cafetería. Pero una reunión, me hace estar una hora antes de lo habitual. La mesa dónde me siento, la elegí porque tiene un gran ventanal. Por cierto, me pregunto cómo está siempre impecable. Un día decidí, y aún no sé por qué, poner los cincos dedos sólo para comprobar, que al otro día no estuviesen. Me siento un crío haciendo eso, pero no puedo evitarlo. Hoy tomo asiento y mientras espero mi café, miro el ventanal y nada. Impecable. Ni rastro de mis huellas. Vuelvo a sentirme un crío porque mientras me tomo el café, vuelvo a poner mis dedos y me pregunto de nuevo, quién de las camareras limpiará mi manía. Pero hoy, algo me llama la atención y me hace mirar más allá de los cristales. Entonces la veo. Está por cruzar, esperando que el semáforo pase de ámbar a rojo. Mi mano en el ventanal, la taza a medio camino entre la mesa y mis labios. Y así me quedo. Cruza la carretera de cuatro carriles, que a mí siempre se me hace un mundo para cruzar, pero que en ese momento me hace adorar, cada centímetro de asfalto. Porque me da tiempo a apreciar cada detalle de ella. El pelo negro le llega más allá de los hombros. El sol juega con su color y me parece apreciar reflejos rojizos. No le veo los ojos, lleva gafas de sol. Camina cómo si el mundo le perteneciese. No sé. No la veo altiva pero sí segura. Tiene un gesto en la cara desafiante. Hoy es un día ventoso, mira que me molesta el viento. Pero ese día se pone a mi favor, porque juega con su vestido y me hace admirar las piernas esbeltas que hay debajo de él. Mi vista va desde su pelo, hasta la punta de sus zapatos. Y desde sus zapatos, hasta su cabeza. No me explico cómo no la he visto nunca. Algo en ella, rompe la quietud de mi mañana. Tampoco me explico lo que me pasa. Pero el corazón me dice galopante que es ella. Que la quiero para mí. Me levanto apresurado. Si se escapa, tal vez no la vuelva a ver. Y esa chica me tiene que querer cómo sea. Es lo único que pienso. Que sí, que no es un pensamiento muy cuerdo. Pero quién no arriesga no gana. Me puede decir que no. Pero ¿y si me dice que sí? El café se derrama, la silla a punto de volcar y lo único que me importa es correr para alcanzarla. Salgo por la puerta trasera porque de seguro que por allí tiene que haber seguido. Y choco con ella que está por entrar. El choque es tan fuerte que si no la sujeto a tiempo, hubiese terminado en el suelo. Las gafas de sol vuelan. Esa mirada también la quiero. Y me ratifico. La quiero para mí. Y a la vez que la ayudo a mantener el equilibrio se lo digo. Y cuándo se lo digo, ni yo mismo me creo que haya sido capaz de pronunciar aquellas palabras. El mundo se me para durante los segundos previos a su respuesta. Con una condición… olvida la manía de dejar huellas sobre los cristales.
Soy un hombre de costumbres. La misma cafetería, la misma mesa, el mismo café y el mismo periódico. Hago esto, antes de entrar en el trabajo y sumergirme de lleno entre montones de papeles, desde no se cuándo. Así que esta mañana no ha sido diferente. Bueno, ha sido distinta en cierta medida. No es esta la hora a la que vengo a la cafetería. Pero una reunión, me hace estar una hora antes de lo habitual. La mesa dónde me siento, la elegí porque tiene un gran ventanal. Por cierto, me pregunto cómo está siempre impecable. Un día decidí, y aún no sé por qué, poner los cincos dedos sólo para comprobar, que al otro día no estuviesen. Me siento un crío haciendo eso, pero no puedo evitarlo. Hoy tomo asiento y mientras espero mi café, miro el ventanal y nada. Impecable. Ni rastro de mis huellas. Vuelvo a sentirme un crío porque mientras me tomo el café, vuelvo a poner mis dedos y me pregunto de nuevo, quién de las camareras limpiará mi manía. Pero hoy, algo me llama la atención y me hace mirar más allá de los cristales. Entonces la veo. Está por cruzar, esperando que el semáforo pase de ámbar a rojo. Mi mano en el ventanal, la taza a medio camino entre la mesa y mis labios. Y así me quedo. Cruza la carretera de cuatro carriles, que a mí siempre se me hace un mundo para cruzar, pero que en ese momento me hace adorar, cada centímetro de asfalto. Porque me da tiempo a apreciar cada detalle de ella. El pelo negro le llega más allá de los hombros. El sol juega con su color y me parece apreciar reflejos rojizos. No le veo los ojos, lleva gafas de sol. Camina cómo si el mundo le perteneciese. No sé. No la veo altiva pero sí segura. Tiene un gesto en la cara desafiante. Hoy es un día ventoso, mira que me molesta el viento. Pero ese día se pone a mi favor, porque juega con su vestido y me hace admirar las piernas esbeltas que hay debajo de él. Mi vista va desde su pelo, hasta la punta de sus zapatos. Y desde sus zapatos, hasta su cabeza. No me explico cómo no la he visto nunca. Algo en ella, rompe la quietud de mi mañana. Tampoco me explico lo que me pasa. Pero el corazón me dice galopante que es ella. Que la quiero para mí. Me levanto apresurado. Si se escapa, tal vez no la vuelva a ver. Y esa chica me tiene que querer cómo sea. Es lo único que pienso. Que sí, que no es un pensamiento muy cuerdo. Pero quién no arriesga no gana. Me puede decir que no. Pero ¿y si me dice que sí? El café se derrama, la silla a punto de volcar y lo único que me importa es correr para alcanzarla. Salgo por la puerta trasera porque de seguro que por allí tiene que haber seguido. Y choco con ella que está por entrar. El choque es tan fuerte que si no la sujeto a tiempo, hubiese terminado en el suelo. Las gafas de sol vuelan. Esa mirada también la quiero. Y me ratifico. La quiero para mí. Y a la vez que la ayudo a mantener el equilibrio se lo digo. Y cuándo se lo digo, ni yo mismo me creo que haya sido capaz de pronunciar aquellas palabras. El mundo se me para durante los segundos previos a su respuesta. Con una condición… olvida la manía de dejar huellas sobre los cristales.
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