Me crié en un barrio pobre, dónde la miseria abundaba por
metro cuadrado. Casi no me podía mover, porque tropezaba con ella a cada paso. Aún así, no superaba la de mi casa. Mis
padres me concibieron entre una
borrachera de él y un descuido de ella. Mi madre era una mujer extremadamente débil
y le daba pánico abortar, aunque el valiente de mi padre se lo pidió cientos de
veces. A decir verdad, no sé cómo no lo hizo debido a las palizas que el
caballero le propinaba. Supongo que mi destino era nacer. Ya desde entonces me
aferré a la vida con fuerzas y con ganas. Heredé el carácter de él, para su
desgracia. Mi infancia transcurrió entre gritos, golpes y continúas peleas, en
dónde el vencedor era mi padre y la vencida mi madre. Cuándo tuve la estatura
suficiente y las fuerzas necesarias, me interponía entre ambos. Entonces ahí,
las dos recibíamos. Ella por protegerme y yo por protegerla. El amor que le tenía
a mi madre, se podía medir con la misma balanza con la que lo odiaba a él. Creo
que el sentimiento era mutuo. Me miraba con absoluto desprecio y me tiraba a la
cara, el parecido físico que tenía con ella. No entendía cómo mi madre podía
seguir con él. Ella me decía que lo amaba. ¿Amarlo? No sé en qué nombre de qué
amor consentía aquél infierno. Y lo que es peor. No entendía por qué me hacía
vivirlo a mí también.
Nunca le tuve miedo ni a él, ni a nadie. Yo no temblaba cómo
lo hacía mi madre cuándo oía la llave en la cerradura. Ni cuándo lo veía
acercarse. Ya digo que yo heredé su carácter para desgracia suya. Conforme fui
entrando en la adolescencia, sus miradas pasaron del odio a la lascivia. Puse
un cerrojo en la puerta de mi cuarto. Vivía constantemente en alerta. Cuándo
cumplí quince años, el mismo día de mi cumpleaños, por cierto, nunca soplé
velas ni tuve regalos, se acercó a mí tanto, que sentí su asqueroso aliento en
mi nunca. Escuché a mi madre decirle mientras se acercaba que me dejara en paz.
El príncipe valiente y cortés, ni corto ni perezoso y con esa valentía de la
que era dueño, la empujó y la mandó al otro lado del salón. Me acerqué a él y
con los labios apretados y el tono que aprendí de él, le dije que si volvía a
tocarla una sola vez más, lo mataba. Me cruzó la cara de una bofetada en ese
mismo instante. Y mientras me limpiaba la sangre de la comisura, le dije que
jamás en su rastrera vida, se atreviese más a ponerme uno de sus despreciables
dedos encima. Algo en mí tuvo que surtir efecto en él, porque dio un paso atrás.
Lo que me hizo a mí, dar un paso adelante. Así, que el maldito cobarde, le tenía
miedo a los que tuviesen el valor de hacerles frente. Me acababa de enseñar su
talón de Aquiles. Fui dónde estaba mi madre y le dije que ese desgraciado, no
la tocaría nunca más. La ayudé a acostarse, mientras le curaba la herida que se
hizo en la cabeza al caer. Y le prometí una y otra vez, que se acabó. Que ni un
golpe más, que hasta aquí. Cuándo conseguí que se durmiese un poco, salí. Pasaba
la mayor parte de mi tiempo en casa, porque no me fiaba del maltratador ese,
pero necesitaba salir un rato. Cuándo regresé, las luces destellantes de la policía
me pusieron el corazón en la garganta. Corrí como alma llevada por el diablo.
Un agente me retuvo durante unos segundos, los justos para gritarle que me
soltase, que allí estaba mi madre. Entré en mi casa y la encontré muerta de un
disparo y a él, muerto de otro. Cobarde hasta el último segundo de su vida. Me
mató ese día, sin usar el arma con la que mató a mi madre y se suicidó él. Han
pasado muchos años ya de aquello. Él, no se dónde está ni que hicieron con su
cuerpo. Tampoco me interesa y no es algo que me robe un minuto de mi
pensamiento. Eso sí. Si existe infierno, espero que esté pudriéndose en él. A mi madre la visito
cada domingo. Lamento profundamente y lo lamentaré mientras viva, que mi
promesa se cumpliera. Se lo digo en voz alta mientras le pongo flores frescas. Las
flores que se mereció en vida y que nunca nadie le regaló. Jamás les pongo las
mismas, porque ignoro cuáles les gustaban. Así que varío cada domingo de
especie y de color… esperando acertar con sus preferidas.
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