El sol entibia la cocina y los rayos piden paso tras las cortinas blancas de las ventanas. Mientras desayuna piensa en qué hará con todo eso que siente. Con cada sentimiento que crece cómo tallos imparables. Lo ama, de eso no hay duda. ¿Cómo no amar a alguien que prende de su pelo, horquillas de ganas, de impaciencia por tenerla y de amor a raudales? Lo ama, porque le crea un Olimpo y la convierte en diosa. Porque le pone una corona de sueños en la cabeza y la transforma en reina. Porque la ha convertido en la princesa del zapatito de cristal. Lo ama, lo sabe. Lo siente en el pecho, en las entrañas, en el torrente de su sangre. Lo quiere a morir. Y eso es lo malo, que se está muriendo. Cada vez pesan más los días sin él. Intenta ser fuerte pero hoy, el dolor se le derrama como arena entre las manos. Lo siente en el suelo cómo gotitas de cristal. Incluso puede oír el tintineo que produce cada dolor al caer. Es dura la espera. Eterna. Hay días cómo hoy, que no puede más, que siente que no puede más. Lo necesita a su lado, en su vida. En sus sábanas, en el agua de la ducha, en sus días que ya no son días sin él. En su piel que la siente áspera. Tiene que ser más generosa con la crema hidratante. En el aire que se vuelve denso y le duele en los pulmones. Calladamente le pide perdón a su corazón por esa pena que le causa. El corazón la ignora. Está enfadado. Siempre le toca perder en días cómo hoy. Mira al frente y piensa en el mismo dolor que siente él. Sus heridas son sus mismas heridas. Ellos, que soltaron mariposas de colores para que llenasen cada momento de esta espera, hoy las pobres están en blanco y negro. Les cuesta volar. Perezosas. Remolonean en el salón. Alguna la visita en la cocina, cómo para avisarla de que siguen allí a pesar de todo. Y que de ella depende que vuelvan sus colores y su enérgico vuelo. Pero hoy no puede. Ni siquiera hace el esfuerzo. Lánguida cómo una tarde de verano. Demasiado peso para su alma. Es feliz. Pero hoy, esa felicidad se esconde tras las alas de las mariposas que están quietas en el sofá y, es sustituida por dolor. Puro dolor. Se levanta, lleva la taza al fregadero e intenta rescatar de su memoria, qué hacía ella antes de él. Quién era antes, de que él apareciera derribando todas las paredes de su mundo. Imposible. Es incapaz de recordarlo. En fin. Mañana será otro día. Volverá a pintar de colores las mariposas y su corazón dejará de tener el ceño fruncido.
Se levanta del sillón para alejarse de la soledad que está sentada enfrente. No la llamó y vino sin permiso para quedarse. La mira descarada y hasta parece que se ríe de ella. A su lado sentada está la tristeza, que la mira con esos ojos tan suyos. Se retan entre ellas a ver quién de las dos puede hacerle más daño. María sale y se sienta a la orilla de un mar que se imagina. Donde él vive no hay mar y por eso lo espera allí, sentada en la arena ahora fría mientras mira al horizonte. Se alejó de ella casi sin despedirse, sin darle tiempo a nada. Y la mata cada día con su ausencia. Ella lo llama a cada instante pero se volvió de granito y no la escucha. Se tapa los oídos porque no quiere escucharla. María lo esperará siempre aún consciente de que él jamás regresará. Y llora cada vez que piensa en él. Y suplica para que el dolor que siente en el corazón se le vaya. Y ruega en voz alta y en voz callada que la suelte. Que es su mano la que fuerte y
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