Anoche la tuve entre mis brazos. He de confesar que mi ego masculino deseaba hacerla temblar. Quería que muriese mientras pensaba en las mil y una forma de hacerla mía. Le cedí el paso para que ella pasara delante de mí y su nuca quedó a merced de mi boca. La besé mientras le susurraba que la quería. Pero deseaba saberla rendida. Quería desnudarla de toda razón que le pudiese quedar. Mientras acercaba su cuerpo al mío con suavidad, el destino de mis dedos chocó con la cremallera de su vestido, que bajaba lentamente mientras mi lengua le quemaba su boca. Y temblaba, allí de pie, la sentía temblar cómo una hoja. Y me gustaba. Quería poseerla. Que no fuese capaz de desear nada más que no fuera el siguiente beso. La siguiente caricia. Y seguía temblado. Y me encantaba. Y vestí mi impaciencia de paciencia para hacer eterno cada momento. Manejaba yo la situación. Controlaba cada una de sus reacciones. Ella, no era capaz de hacer nada que no fuese entregarse sin medida. Sentí en ella aquella inocencia de la primera vez. Y me cautivaba eso. No podía evitar pensar que la tenía a mi merced. Su cuello contenía el camino que mi boca quería recorrer. Y su cuerpo las huellas que yo quería seguir. Su perfume se mezclaba con el mío e impregnaban el aire de aquella habitación. Su boca era una auténtica locura. Quería que me brindara cada gemido incontrolado. No. Que me brindara no. Quería robárselos. Arrebatárselos desde lo más hondo de su garganta. La tenía allí conmigo después de mucho tiempo esperando ese momento. La amaba tanto que hasta me dolía ahora que temblase. La rodeé con mis brazos en su desnudez, en un atisbo de piedad por ella. Y entonces, gimió un te amo seguido de mi nombre en mi oído. Con aquella voz que me tenía prisionero desde no recordaba cuándo. Y me partió en dos. Me robó el ser. Yo quise que muriese ella y morí yo. En ese mismo instante. En ese segundo. Y ya no puede pensar. Y la cama se hizo cómplice de aquél desgarro que sentí cuando me adentré en ella. Con cada movimiento me mataba. Y aprisioné sus caderas entre mis manos, mientras agonizaba con cada vaivén. Y la atrapé en mi cuerpo, en mi pecho, en mi piel, en mi boca, en mis te quiero. E hice de su nombre mi religión. Ella me mordió un hombro y sus uñas se adueñaron de mi espalda. Imposible parar. Imposible controlar. Lava ardiente su interior. Húmeda su boca. Cálidos cada gemido, cada susurro. Y me quedé con su esencia derramada mientras le entregaba todo lo que mi ser fue capaz de esparcir dentro de ella. La amé más allá de la locura. Esta mañana cuándo desperté, la busqué. No estaba. Las sábanas revueltas y los trazos de su perfume me dicen que aquello no lo soñé. No he podido imaginarlo.. Mi hombro... aún tiene la marca de sus dientes.
Se levanta del sillón para alejarse de la soledad que está sentada enfrente. No la llamó y vino sin permiso para quedarse. La mira descarada y hasta parece que se ríe de ella. A su lado sentada está la tristeza, que la mira con esos ojos tan suyos. Se retan entre ellas a ver quién de las dos puede hacerle más daño. María sale y se sienta a la orilla de un mar que se imagina. Donde él vive no hay mar y por eso lo espera allí, sentada en la arena ahora fría mientras mira al horizonte. Se alejó de ella casi sin despedirse, sin darle tiempo a nada. Y la mata cada día con su ausencia. Ella lo llama a cada instante pero se volvió de granito y no la escucha. Se tapa los oídos porque no quiere escucharla. María lo esperará siempre aún consciente de que él jamás regresará. Y llora cada vez que piensa en él. Y suplica para que el dolor que siente en el corazón se le vaya. Y ruega en voz alta y en voz callada que la suelte. Que es su mano la que fuerte y
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