El autobús se detuvo en la parada número trece. Ese era su destino todas las mañanas excepto aquella, hoy era día de hacer gestiones y le tocaba ir más allá. La puerta se abrió y entró ella. Se la quedó mirando mientras caminaba hacia él con aire ausente. Su vestido se movía al compás de sus caderas. Los senos que se adivinaban detrás, le produjo un click de auténtico deseo en algún rincón de su cabeza. Aquella mujer llevaba escrita la palabra pecado hasta en el hueco de su garganta. Se fijó en su boca y se vió a si mismo saboreando hasta el último espacio de ella. Ella giró un poco la cabeza y lo miró, pero sin prestarle atención, cómo quién mira sin ver realmente. Sólo fue un instante. Un segundo. Pero aquella mirada lo partió en dos. Se giró cuándo terminó de pasar y el contoneo de su trasero hizo que sintiese cómo su sangre hervía y le quemara cómo lava de volcán. No recordaba haber experimentado jamás aquél deseo tan intenso. Él era un hombre tranquilo, sosegado e incluso más de una vez, le habían criticado por su falta de pasión. Y resulta, que viene ella y se lo pone a sus pies en cero coma dos segundos.Y cada parte de su ser desea hacerla suya a toda costa. Y lo único que es capaz de pensar es en poseerla salvajemente en la parte de atrás del autobús. Sentía cómo tenía que hacer el sobreesfuerzo de no levantarse e ir hacia ella cómo un auténtico animal. Aquello era una absoluta locura. Sintió miedo de sí mismo. En sus cuarenta años no vió ni sintió nunca al hombre que se presentaba ahora ante sí. Parada número dieciseis. Para entonces él ya tenía los nudillos blancos por la presión que ejercía al contenerse, la respiración agitada y el pecho a punto de estallarle. Parada número diecinueve. El perfume de la chica había viajado a la velocidad de la luz y lo notaba entre los glóbulos rojos y blancos de su sangre. En cada músculo y en cada cartílago. Parada número veinte. La última. Ella se dirige a la puerta de salida y él se coloca justo detrás. Tiene su nuca a la distancia justa para que el corazón se le quiera salir. Caballo desbocado en su interior. Ella se gira, le sonríe y se acerca descaradamente. El aire se vuelve denso, el tiempo se para, el oxígeno no fluye y aquello lo va a partir por entero. Ve su boca, esa boca que lo convierte en un salvaje descontrolado, acercarse. Y ya no piensa. No hay control. Antes de rozarla siquiera sabe que ya no hay retorno. Al carajo con todo. No quiere otra cosa que tenerla a ella. Que sentirla a ella. Perderse en su cuerpo y adueñarse hasta del último gemido que salga de su garganta. La quiere por entero, allí y ahora. Siente unos dedos en su hombro y una voz que le susurra: Seňor, se quedó dormido. Parada número veinte y última. Ha de bajar.
El autobús se detuvo en la parada número trece. Ese era su destino todas las mañanas excepto aquella, hoy era día de hacer gestiones y le tocaba ir más allá. La puerta se abrió y entró ella. Se la quedó mirando mientras caminaba hacia él con aire ausente. Su vestido se movía al compás de sus caderas. Los senos que se adivinaban detrás, le produjo un click de auténtico deseo en algún rincón de su cabeza. Aquella mujer llevaba escrita la palabra pecado hasta en el hueco de su garganta. Se fijó en su boca y se vió a si mismo saboreando hasta el último espacio de ella. Ella giró un poco la cabeza y lo miró, pero sin prestarle atención, cómo quién mira sin ver realmente. Sólo fue un instante. Un segundo. Pero aquella mirada lo partió en dos. Se giró cuándo terminó de pasar y el contoneo de su trasero hizo que sintiese cómo su sangre hervía y le quemara cómo lava de volcán. No recordaba haber experimentado jamás aquél deseo tan intenso. Él era un hombre tranquilo, sosegado e incluso más de una vez, le habían criticado por su falta de pasión. Y resulta, que viene ella y se lo pone a sus pies en cero coma dos segundos.Y cada parte de su ser desea hacerla suya a toda costa. Y lo único que es capaz de pensar es en poseerla salvajemente en la parte de atrás del autobús. Sentía cómo tenía que hacer el sobreesfuerzo de no levantarse e ir hacia ella cómo un auténtico animal. Aquello era una absoluta locura. Sintió miedo de sí mismo. En sus cuarenta años no vió ni sintió nunca al hombre que se presentaba ahora ante sí. Parada número dieciseis. Para entonces él ya tenía los nudillos blancos por la presión que ejercía al contenerse, la respiración agitada y el pecho a punto de estallarle. Parada número diecinueve. El perfume de la chica había viajado a la velocidad de la luz y lo notaba entre los glóbulos rojos y blancos de su sangre. En cada músculo y en cada cartílago. Parada número veinte. La última. Ella se dirige a la puerta de salida y él se coloca justo detrás. Tiene su nuca a la distancia justa para que el corazón se le quiera salir. Caballo desbocado en su interior. Ella se gira, le sonríe y se acerca descaradamente. El aire se vuelve denso, el tiempo se para, el oxígeno no fluye y aquello lo va a partir por entero. Ve su boca, esa boca que lo convierte en un salvaje descontrolado, acercarse. Y ya no piensa. No hay control. Antes de rozarla siquiera sabe que ya no hay retorno. Al carajo con todo. No quiere otra cosa que tenerla a ella. Que sentirla a ella. Perderse en su cuerpo y adueñarse hasta del último gemido que salga de su garganta. La quiere por entero, allí y ahora. Siente unos dedos en su hombro y una voz que le susurra: Seňor, se quedó dormido. Parada número veinte y última. Ha de bajar.
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