Me llamo Sofía y esta es mi historia. Desde dónde estoy apenas puedo ver un trozo de cielo. Hay noches que ese mismo trocito me regala, la hermosa visión de un puñado de estrellas. Me encerraron aquí por loca. Sin estarlo. Pero fingí bien. Le robo a la locura, retazos de cordura para no volverme loca de verdad entre estas paredes blancas. A veces salimos al patio. Y me cruzo con locos de verdad. Está la chica esa que mece una muñeca sin cesar, en recuerdo a su hija muerta. Siempre tiene la misma cantinela de la misma nana. Con su camisón blanco y arrastrando los pies. La mirada perdida en un punto fijo. Me provoca ternura, pero si me acerco me muerde. Ya me mordió una vez y tuvieron que cogerme puntos. Está el señor Abelardo. Sentado en un banco y hablando a todo aquél que lo quiera oir, sobre guerras pasadas, días de hambre y miserías humanas. Hay demasiada gente aqui. Cada uno con su historia, con su propia locura. Al llegar aquí, me tuvieron confinada durante largo tiempo. No sé exactamente cuánto, porque aquí no hay reloj. No existe el tiempo. Te encierran y los relojes se rompen trás el sonido del portazo. Te dan un camisón y te conviertes en un número. Pierdes hasta tu nombre. Ya no recuerdo desde cuándo no me nombran. Yo hago el ejercicio de llamarme en voz alta varias veces al día. Sofía. Sofía. Sofía. No sea que se me olvide. En este lugar, se corre el riesgo de olvidar todo aquello que no ves, oyes o sientes. Comemos con cubiertos de plásticos, en platos de papel. Ya hubo gente que se suicidó aquí. Esos que no estaban locos, sino cuerdos. Estoy aquí porque maté a mi marido. Era un cabrón, mal nacido. Me pegaba constantemente. Cuándo se enfadaba, cuándo estaba aburrido, a cualquier hora. Le daba igual. El caso era no perder el poder que le confería aquello. Cobarde bastardo, vestido con el trajecito impoluto de valiente. Cuándo tuvimos nuestro primer y único hijo, las palizas se acentúaron porque no soportaba el llanto del bebé. Decía que no lo dejaba descansar y siempre llegaba agotado al trabajo por su culpa. Una noche, su salvajismo alcanzó la cota más alta. De la tremenda paliza que me propinó, me dejó por varias horas insconciente en el suelo. Cuándo recuperé el conocimiento fui a buscar a mi hijo. No escuchaba su llanto y lo lógico era que lo escuchase. Demasiadas horas desatendido. Estaba en su cuna. Sin vida. Si no me volví loca ahí, este sitio no lo conseguirá. Mi marido huyó, pero cometió un error. Dejarme con vida. Enterré a mi hijo después de que me dieran el informe del forense, dónde decía muerto por axfisia. La polícia lo encontró días después. Era tonto hasta para esconderse. El muy hijo de puta, me hizo el gran favor de poseer licencia de armas. Le encantaban las armas. Se pasaba el tiempo libre, limpiándolas, engransándolas y de vez en cuándo y para su diversión, usaba su favorita para apuntarme a la cabeza. Con esa precisamente lo maté. Tampoco era cuestión de no darle el gusto de que muriese con su apreciada arma. En el primer escalón a la entrada al juzgado. Allí quedó inerte con las manos a la espalda por los grilletes. Me quedé mirando el charco de sangre. Era roja. Yo la hacía negra, cómo su misma alma. Mi abogada alegó enajenación mental, que debido a los antecedentes de lo ocurrido, nadie se atrevió a cuestionar. Y aquí estoy. No me queda mucho por salir. Tampoco me importa mucho. Me da igual. Sólo me corroe una cosa. Algo que me quita el sueño y no me deja vivir. El muy cabrón... murió demasiado rápido.
Me llamo Sofía y esta es mi historia. Desde dónde estoy apenas puedo ver un trozo de cielo. Hay noches que ese mismo trocito me regala, la hermosa visión de un puñado de estrellas. Me encerraron aquí por loca. Sin estarlo. Pero fingí bien. Le robo a la locura, retazos de cordura para no volverme loca de verdad entre estas paredes blancas. A veces salimos al patio. Y me cruzo con locos de verdad. Está la chica esa que mece una muñeca sin cesar, en recuerdo a su hija muerta. Siempre tiene la misma cantinela de la misma nana. Con su camisón blanco y arrastrando los pies. La mirada perdida en un punto fijo. Me provoca ternura, pero si me acerco me muerde. Ya me mordió una vez y tuvieron que cogerme puntos. Está el señor Abelardo. Sentado en un banco y hablando a todo aquél que lo quiera oir, sobre guerras pasadas, días de hambre y miserías humanas. Hay demasiada gente aqui. Cada uno con su historia, con su propia locura. Al llegar aquí, me tuvieron confinada durante largo tiempo. No sé exactamente cuánto, porque aquí no hay reloj. No existe el tiempo. Te encierran y los relojes se rompen trás el sonido del portazo. Te dan un camisón y te conviertes en un número. Pierdes hasta tu nombre. Ya no recuerdo desde cuándo no me nombran. Yo hago el ejercicio de llamarme en voz alta varias veces al día. Sofía. Sofía. Sofía. No sea que se me olvide. En este lugar, se corre el riesgo de olvidar todo aquello que no ves, oyes o sientes. Comemos con cubiertos de plásticos, en platos de papel. Ya hubo gente que se suicidó aquí. Esos que no estaban locos, sino cuerdos. Estoy aquí porque maté a mi marido. Era un cabrón, mal nacido. Me pegaba constantemente. Cuándo se enfadaba, cuándo estaba aburrido, a cualquier hora. Le daba igual. El caso era no perder el poder que le confería aquello. Cobarde bastardo, vestido con el trajecito impoluto de valiente. Cuándo tuvimos nuestro primer y único hijo, las palizas se acentúaron porque no soportaba el llanto del bebé. Decía que no lo dejaba descansar y siempre llegaba agotado al trabajo por su culpa. Una noche, su salvajismo alcanzó la cota más alta. De la tremenda paliza que me propinó, me dejó por varias horas insconciente en el suelo. Cuándo recuperé el conocimiento fui a buscar a mi hijo. No escuchaba su llanto y lo lógico era que lo escuchase. Demasiadas horas desatendido. Estaba en su cuna. Sin vida. Si no me volví loca ahí, este sitio no lo conseguirá. Mi marido huyó, pero cometió un error. Dejarme con vida. Enterré a mi hijo después de que me dieran el informe del forense, dónde decía muerto por axfisia. La polícia lo encontró días después. Era tonto hasta para esconderse. El muy hijo de puta, me hizo el gran favor de poseer licencia de armas. Le encantaban las armas. Se pasaba el tiempo libre, limpiándolas, engransándolas y de vez en cuándo y para su diversión, usaba su favorita para apuntarme a la cabeza. Con esa precisamente lo maté. Tampoco era cuestión de no darle el gusto de que muriese con su apreciada arma. En el primer escalón a la entrada al juzgado. Allí quedó inerte con las manos a la espalda por los grilletes. Me quedé mirando el charco de sangre. Era roja. Yo la hacía negra, cómo su misma alma. Mi abogada alegó enajenación mental, que debido a los antecedentes de lo ocurrido, nadie se atrevió a cuestionar. Y aquí estoy. No me queda mucho por salir. Tampoco me importa mucho. Me da igual. Sólo me corroe una cosa. Algo que me quita el sueño y no me deja vivir. El muy cabrón... murió demasiado rápido.
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