No te arrodilles y me regales flores ahora que su fragancia no me llega. Ni me digas llorando esas palabras que un día tanto anhelé, porque tus lágrimas ya no me calan. Ni me grites cuánto me amas ahora que ya no te puedo oir, porque tu voz ya no me alcanza. Me tuviste en tu mesa, en tu cama, en tu casa y en tu vida y ni un solo gesto o detalle, de esos que ahora tanto me prodigas, recibí. Espero que echen el cierre al cementerio por hoy... no me gusta tu presencia.
Se levanta del sillón para alejarse de la soledad que está sentada enfrente. No la llamó y vino sin permiso para quedarse. La mira descarada y hasta parece que se ríe de ella. A su lado sentada está la tristeza, que la mira con esos ojos tan suyos. Se retan entre ellas a ver quién de las dos puede hacerle más daño. María sale y se sienta a la orilla de un mar que se imagina. Donde él vive no hay mar y por eso lo espera allí, sentada en la arena ahora fría mientras mira al horizonte. Se alejó de ella casi sin despedirse, sin darle tiempo a nada. Y la mata cada día con su ausencia. Ella lo llama a cada instante pero se volvió de granito y no la escucha. Se tapa los oídos porque no quiere escucharla. María lo esperará siempre aún consciente de que él jamás regresará. Y llora cada vez que piensa en él. Y suplica para que el dolor que siente en el corazón se le vaya. Y ruega en voz alta y en voz callada que la suelte. Que es su mano la que fuerte y
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