Era el tono de su voz, el que la llevaba a la bendita locura de desearlo con puro y absoluto fervor. Ignoraba que la pasión pudiese viajar a aquella velocidad hasta introducirse de tal forma en su sangre, que la dejaba sumida en el más profundo de los delirios. Y sus silencios. Esos intervalos de silencios, que decían tanto sin decir, esos ya le hacían desear un camisa de fuerza, para impedirle no tirarse a su yugular. Y morderlo con ganas. Hasta hacerlo gritar de dolor. Y el deseo de clavarle las uñas en la espalda, hasta hacerle suplicar que bajase el ritmo de la presión, casi se convertía en el más prioritario de sus objetivos. Esa voz viajaba desde su oido hasta el mismo centro de su ser. Y la elevaba para luego dejarla caer. Y la enervaba. Y convertía cada uno de sus poros en volcanes líquidos. Era entonces cuándo las sábanas se aliaban para ser cómplice de aquél lacerante fuego. No era capaz de pensar en otra cosa que no fuese en que la hiciera suya de pleno. En aquella cama, o contra la pared, o en el suelo, qué más daba el lugar. Aquél deseo que despertaba en ella, era sencillamente indescriptible. La mujer que habitualmente era, desaparecía para convertirse en puras llamas incandescentes. Le costaba horas intentar sacarse todo lo que le provocaba esa voz. Y eso era, cómo intentar quitarse el rojo de la piel, cuándo el sol la quemaba al no haber sido generosa con el bronceador. Prácticamente imposible.
Sólo volvía a ser normal...cuándo colgaba el teléfono.
Sólo volvía a ser normal...cuándo colgaba el teléfono.
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