Ir al contenido principal

Soledad y su soledad



Soledad tenía el pelo blanco y desmadejado como una de esas nubes que forman figuras caprichosas en el cielo si se las mira detenidamente.
Las manos arrugadas y callosas, fruto del tiempo y del trabajo.
Los ojos azules como zafiros y profundos como el mismo océano.
Solía sentarse al sol en el banco más cercano a la fuente del jardín.
Decía que le encantaba escuchar el agua correr.
También le gustaba ver los destellos de colores que producía.
Tenía que ponerle siempre vestidos con bolsillos delanteros por imposición de ella, ya que les servía, según decía, para guardar la  foto de su familia.
En ella se podía ver a dos niños pequeños en el regazo de su madre.
Se pasaba el día mirándola y a veces hasta la veía acariciarla con ternura.
María, una anciana de pelo corto y rizado, vestida de negro siempre y enjuta como una vara, me contó la breve historia de Soledad..
Soledad tenía dos hijos. 
Eduardo, teniente de la guardia civil y Roberto, arquitecto renombrado.
Soledad y su marido vivían juntos hasta que éste falleció.
Sus adorados hijos vendieron la casa y llevaron a su madre a esta residencia.
De eso hacía dos años ya.
Fin de la historia.
Los domingos eran los días de visitas y siempre me hacía ponerle el vestido azul, el de las ocasiones especiales.
Le lavaba el pelo y se lo cepillaba para luego formarle una bonito moño.
Le pintaba las uñas de color rosa claro, le ponía un poco de carmín en los labios y un poco de color en las mejillas. No mucho, porque a ella no le gustaba nada llamar la atención,  no como esas señoras que parecen que se les han olvidado la edad que tienen y van pintadas como puertas.
A ella le gustaba ir siempre arreglada pero con sencillez.
Los domingos era el único día que dejaba la foto guardada en el cajón de su mesita de noche. Claro, ese día veía a sus hijos y los abrazaba, no le hacía falta llevarla encima.
¡Ah!, Olvidaba ponerle el collar de perlas, ese que le regalaron sus hijos por su cumpleaños y que ella atesoraba amorosamente en una cajita con el interior algodonado para que no se estropeara porque era de un valor incalculable.
La llevaba al jardín, al sitio de costumbre y me quedaba junto a ella hasta que venían sus hijos.
Allí, mientras esperábamos, solíamos mirar a las visitas de los demás.
Ni un solo domingo me levanté de su vera, porque ningún solo domingo aparecieron.
Al atardecer,  la  llevaba de vuelta a la habitación para quitarle el vestido de las ocasiones especiales, el collar de perlas de valor incalculable y el carmín...el carmín no hacía falta porque hacía horas que se había desvanecido.
Me miraba larga y profundamente y daba un largo suspiro mientras me  decía que probablemente estaban muy ocupados, que el próximo domingo seguro que no faltaban.
Con el corazón apretujado y la rabia contenida, le daba un beso en la frente a aquella madre abandonada.
Soledad hizo honor a su nombre y murió sola en su cama una mañana de domingo.
Tenía entre sus manos la foto de sus olvidadizos hijos.

Comentarios

Entradas populares de este blog

Se le olvidó mi nombre

Jugueteaba con la bastilla de su vestido, la agarraba, se la enrollaba entre los dedos para luego soltarla y alisarla con la mano con absoluta parsimonia.Llevaba rato haciendo lo mismo, sentada en su sillón con un mullido cojín en la espalda que hacía que su cuerpo se encorvara ligeramente hacia delante. De vez en cuando levantaba la cabeza y me miraba, entonces se ponía muy seria. Yo la miraba buscando en sus ojos algún sentimiento, algún pensamiento dicho en voz alta. Hacía tiempo que no hablaba más que alguna palabra suelta,sin sentido para mí aunque tal vez, con algún sentido para ella. No recuerdo el día en que su pelo se volvió tan blanco, ni de cuando su cara se surcó de arrugas, tampoco recuerdo cuando sus manos, antaño enérgicas y seguras se volvieron quebradizas e inseguras.Lo que sí recuerdo con total nitidez, es el día en que dejó de llamarme por mi nombre, recuerdo la primera vez que me miró y supe que me había convertido en una extraña para ella. Me echó al

Te llamaré Jota

Se levanta del sillón para alejarse de la soledad que está sentada enfrente. No la llamó y vino sin permiso para quedarse. La mira descarada y hasta parece que se ríe de ella. A su lado sentada está la tristeza, que la mira con esos ojos tan suyos. Se retan entre ellas a ver quién de las dos puede hacerle más daño. María sale y se sienta a la orilla de un mar que se imagina. Donde él vive no hay mar y por eso lo espera allí, sentada en la arena ahora fría mientras mira al horizonte. Se alejó de ella casi sin despedirse, sin darle tiempo a nada. Y la mata cada día con su ausencia. Ella lo llama a cada instante pero se volvió de granito y no la escucha. Se tapa los oídos porque no quiere escucharla. María lo esperará siempre aún consciente de que él jamás regresará. Y llora cada vez que piensa en él. Y suplica para que el dolor que siente en el corazón se le vaya. Y ruega en voz alta y en voz callada que la suelte. Que es su mano la que fuerte y

Los guantes nuevos (Cuento de Navidad)

Las calles se engalanan y las luces de mil colores estallan en mi retina. La música que se desprende de algún sitio llega hasta mí. Villancicos de siempre, letras ya conocidas. La navidad no es como antes.  No hay gente cantando por las calles. Hasta el olor ha cambiado. Observo a las personas caminar, con la cabeza gacha y el andar apresurado. Siempre llevan prisa. Desde mi pedestal no hago otra cosa que mirar, observar. Apenas me ven, soy una estatua que se mueve por dinero. No es que me guste la Navidad, hace tiempo que dejé de creer en la magia que algunos creen que tiene. Pero me vienen bien esta fechas.  A la gente que no les preocupa nada ni nadie en todo el año, les nace un sentimiento pasajero, efímero y  bondadoso que les hace tirarme alguna moneda.  Ya está. Se van felices porque ese gesto callan sus conciencias.  Me miran con la lástima que en otro mes cualquiera cambian por desprecio. Me gusta la Navidad simplemente porque me beneficio de ella.