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El viejo del abrigo marrón


Se cruza con él a menudo. Siempre está sentado en el mismo banco cerca del cementerio, banco que en su mejor época debió de ser verde pero que ahora  el color era poco definido. La pintura está descascarillada, suponía que por tener que haber aguantado demasiadas estaciones.
Siempre lleva puesto el mismo abrigo marrón que le llega hasta los pies y que casi le tapan unos zapatos que deben de tener el mismo tiempo que el banco.
Las arrugas de su cara le desvelan todos y cada uno de sus años.
Hoy algo en él le llama la atención más que otros días. El viejo lleva en sus manos unas margaritas, algunas están rotas por el tallo y a otras le faltan algunos de sus pétalos, pero él las sostiene como quien sostiene a un bebe, con mimo, con cuidado.
Supone que no las ha comprado, ya que su aspecto le habla de la inmensa pobreza que debe estar padeciendo por lo que quizás las arrancó de cualquier lugar que se encontró en el camino.
Observa como se levanta del banco y echa a andar hacia el interior del cementerio, con lentitud, arrastrando los pies, como si llevara una pesada carga, como si se negase a llegar al destino que tiene marcado.
Ella lo sigue manteniendo una prudencial distancia, no quiere que él la vea y le pregunte qué por qué lo anda siguiendo. Ni siquiera sabe por qué se interesa por él, sólo sabe que hay algo familiar en él que no acierta a descubrir y quizás es esa curiosidad lo que hace que se interese por ese viejo desconocido.
Se dirige a una tumba y cuando llega a su altura se queda mirándola muy quieto. Se agacha con trabajo y deposita con ternura las flores maltrechas en la losa. Lo oye murmurar un rato, luego se queda callado con la cabeza gacha y los hombros vencidos.
Casi sin darse cuenta, ella se aproxima a él y se pone a su lado. El gira un poco la cabeza y la ve y como si hablara para sí mismo lo oye decir:
- La conocí cuando aún peinaba trenzas y desde ese mismo instante supe que la iba a querer durante toda la vida. Ella volaba alto y sabía que no me elegiría a mí como al hombre de sus sueños. Su familia era tremendamente pobre y siempre me contaba cómo sería su vida cuando consiguiera dinero. Soñaba con casarse con un hombre rico y no me cabía la menor duda que lo haría porque lo que le faltaba de escrúpulos le sobraba de belleza.
Me mantuve a su lado como un perro fiel escuchando sus sueños de grandeza hasta que un día  me echó a un lado diciéndome de que por fin lo había conseguido.
Quise retenerla, explicarle que así jamás sería feliz, que tendría todo lo que el dinero pudiese comprar pero que un día despertaría siendo una anciana sola y vacía. Le pregunté que si realmente lo amaba y la carcajada que produjo su garganta aún me martillea la cabeza. Riéndose de mi estúpida sensiblería me dijo que el amor no era lo que la iba a sacar de la pobreza, que el amor lo dejaba para gente que siempre iban a ser muertos de hambre... como yo.
Me dejó el corazón como los pedazos de un jarrón roto, que por más que quise recomponerlo siempre sangraba por las mismas heridas.
No supe  nada más de ella hasta pasados unos años, cuando volvió al lugar donde nos criamos e hizo construir una mansión, supongo que lo hizo para que todos aquellos que la vieron crecer en la miseria, pudieran contemplar lo alto que había llegado.
Yo fui uno de los peones que la construyó. No sabía siquiera que trabajaba para ella hasta que un día por casualidad la vi. Huelga decir que no me reconoció. Los años le habían regalado aún más belleza si cabía.
Me trató como lo que era, un peón. Me gritó con altanería que cómo tenía  la desfachatez de quedarme parado y mirarla, que si no sabía quién era ella y que me quitara inmediatamente de su vista.
Cuando la llamé por su nombre, la lividez de su cara me hizo temer que se desmayaría al escuchar su nombre en boca de un peón.
Empezó a insultarme, hasta que de pronto se calló y supe que me había reconocido y con la misma risa con la que se despidió de mí hacía años, levantó la cabeza con altivez y me dijo:
- ¿Ves cómo el amor no  te sacó de pobre?. Sigues siendo el mismo muerto de hambre de siempre, en cambio mírame a mí, mira lo que tengo y mira lo que soy.
Con un hilo de voz acerté a responderle:
- Sólo veo lo que tienes, veo todo lo que posees, no puedes enseñar más que eso, puesto que no tienes nada más.
Me cruzó la cara de una bofetada mientras me gritaba que jamás la volviera ni a tutear ni a llamar por su nombre de pila. Se dio la vuelta y me dejó clavado en la tierra, recogiendo los pedacitos de corazón que había vuelto a esparcir por segunda vez en su vida.
Sabía que era una persona sin corazón, que había vendido su alma al diablo por dinero pero yo la seguía amando igual.
Unos pocos días antes de terminar el trabajo para el que me habían contratado la vi de nuevo. Estaba sentada en un sofá que supuse que ni con dos vidas que viviera me alcanzaría para tener jamás. Yo me dirigía hacía la cocina que teníamos destinados los peones, cuando escuché que me llamaba.
Me giré y la miré, si en ese momento no descubrió el amor que sentía por ella, es que estaba ciega.
Me tomó de la mano y me llevó escaleras arriba, ella subía delante de mí y yo detrás de ella sentía que mis pies no tocaban el suelo.
Me pidió que no hablara, que no hiciera preguntas, que ni siquiera la nombrara y me besó. Por un tiempo nuestros cuerpos fueron uno, por unos instantes la sentí mía y sólo mía. Por unos minutos la tuve doblegada ante mí. Y la amé aún más. Estoy convencido  de que fue la única cosa que hizo sin previo pago.
Un rato después me pidió que me marchara y que no regresara jamás. No me permitió hablar, quise decirle que se quedara conmigo, que como yo la amaba no la iban a amar nunca pero no me dejó y con un portazo destruyó el mundo que le brindaba.
Guarde en mis bolsillos los recortes de aquel amor no correspondido, me marché tal y como me pidió y ya jamás regresé. No me casé nunca porque la esperaba a ella, tenía la esperanza, esa vana esperanza que da el amor, de que un día vendría a buscarme.
No supe más de ella hasta que un día en un periódico vi su esquela. Fui a su entierro a hurtadillas y sólo vi a una joven postrada aquí, a sus pies.
Sentí una inmensa pena al comprobar que el tiempo me dio la razón, al ver que murió como vivió, sola.
¿Sabes lo que es amar a alguien durante toda la vida y no podérselo decir hasta ahora?
La amé por encima de todo y de nada me sirvió, quise poner el mundo a sus pies y lo pisoteó. Jamás se mereció ni una sola de las muchas lágrimas que derramé por ella en todos los años de mi penosa y lastimera vida. Pero aquí estoy, llorando, acompañándola en su soledad, poniendo flores en la tumba de alguien que no me perteneció nunca.
Tal y como había empezado a hablar se calla, de repente.
Ella lo coge de la mano y le pregunta:
- ¿Por qué dice usted que de nada le sirvió amarla?, al menos tuvo usted la suerte de poder amar a alguien de esa manera, tal vez ella nunca fue poseedora de esa suerte.
Con una voz que denota algo de la esperanza que se quedó en el camino, le dice:
- ¿Tú crees?
- Claro que lo creo, es infinitamente más infeliz aquel que jamás sintió amor alguno por nadie. Eso es vivir sin vivir, morir sin dejar huella en nadie es duro. ¿No cree usted que fue mucho más afortunado que ella?
El la mira profundamente y asiente con una sonrisa.
-Puedes que tengas razón, ahora que lo pienso detenidamente... puede que tengas razón.
La mira largamente, le acaricia la mejilla y mientras se aleja con una media sonrisa en los labios le dice:
-Tú me recuerdas un poco a ella, que tontería ¿verdad?.
Ella se queda allí, con cuidado retira las flores que el viejo del abrigo marrón ha dejado y lee el nombre inscrito en la losa.
El nombre  de su madre. Aquella madre de la que no recuerda ni un solo beso, ni unas sola caricia, ni una sola palabra amable. Aquella madre que la crió entre algodones que ponían otros. Creció en medio del lujo y la ostentación pero la privó de aquella rueda que hace girar el mundo. El amor.
Su madre no tuvo un ápice de compasión por ella ni siquiera en su lecho de muerte, para confesarle lo que acababa de descubrir.
Giró la cabeza y miró al hombre que se alejaba... ya sabía por qué le resultaba tan familiar.

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