Carlitos era un niño flacucho, desgarbado y muy poquita cosa para su edad. Tenía diez años, en cambio no aparentaba más de siete.
Siempre le caía un flequillo rubio por los ojos. Costaba trabajo saber de qué color los tenía precisamente por ese motivo. A veces llevaba el pelo mojado producto de una ducha reciente y ahí sí que se podía distinguir que sus ojos eran negros como el azabache, profundos, tan profundos que si los miraba largamente parecía como si de golpe hubiera crecido diez años más. Era la mirada de un niño que a pesar de su aspecto y de su edad, de repente se convertía en adulto.
Carlitos, que era como le solíamos llamar los compañeros de clase, era un chico solitario, asustadizo, que a la primera de cambio daba un respingo. Solía ser el blanco perfecto de todas las burlas.
No hacía mucho tiempo que había venido al pueblo y por lo tanto al colegio. Cuando lo vi por primera vez, supe que su existencia no era nada fácil.
Cuando tenía oportunidad lo defendía de los compañeros y evitaba así que le dieran algún que otro puntapié o que escuchara alguna palabra malsonante respecto a su aspecto.
Vivía en una casita al final de mi calle, que siempre me hacía pensar que el día menos pensado se caería sobre sus cimientos. Algún día me invitaba a pasar aunque evitaba entrar si estaba su padre.
Su padre era todo lo contrario a Carlitos, alto, fuerte, moreno y con una mirada que deseabas que no posase en ti porque te erizaba los pelos de la nuca.
La madre de Carlitos murió cuando él apenas tenía tres años y conservaba una foto en la mesita de noche, muy cerca de la cabecera de su cama.
La primera vez que me la enseñó supe de quién heredó ese pelo tan rubio y esos ojos tan oscuros.
Carlitos no hablaba mucho, más bien escuchaba todo el rato, sin embargo logré que me contara lo que echaba de menos a su madre y que su padre le pegaba, todo ello mientras apretaba la foto de su madre contra su pecho y las lágrimas le caían por la cara. También me dijo que a veces escuchaba cómo su madre lo llamaba , so pena de que eso le hiciera parecer un loco delante mío. Yo le contesté que no, que para mí no estaba loco mientras me hacía un nudo en el corazón para que no notara el efecto que producía en mí todas sus palabras.
Un día Carlitos no vino al colegio y cuando le pregunté a la señorita Ana por él, me dijo que su padre había llamado diciendo que estaba enfermo y que no volvería por lo menos en un par de semanas.
Me removía inquieto en mi silla deseando con todas mis fuerzas que terminaran las clases para ir a verlo. A mediodía su padre aún trabajaba y tendría un buen rato para estar con él antes de que llegara.
Al llegar la hora de la salida, corrí hacía su casa como viento que lleva el diablo. Sabía que Carlitos no estaba enfermo y seguro que no me equivocaba.
Cuando llegué y me abrió la puerta después de estar un buen rato llamando, sentí que se me quebraba el mismo alma. Carlitos tenía la cara amoratada, los ojos apenas se le veían por la hinchazón y la razón por la que había tardado tanto tiempo en abrir, la tenía justo enfrente de mí. Apenas podía sostenerse en pie. Lo llevé a duras penas a su habitación. Sin decir una sola palabra se quitó la camisa del pijama y pude ver como su espalda estaba cosida a latigazos. Me costaba incluso respirar después de aquella visión.
Le costaba hablar por lo que supuse que tenía alguna costilla rota y cuando le pregunté que por qué, que por qué se ensañaba así con él, me contestó que daba igual lo que hiciera o dijera, siempre buscaba una excusa para pegarle. A su madre la mató así. El lo vio todo pero su padre ignoraba tal cosa. Comprendí entonces por qué Carlitos tenía aquella mirada de adulto. Creció de repente un día cuando tenía sólo tres años y siguió creciendo a base de palos.
Le prometí ir todos los días a verlo y cuidarlo después de clase. Le prometí comprarle los tebeos que prácticamente devoraba y que escondía luego debajo de la cama para que su padre no los viera ,del Kiosko de la señora Remedios.
El asentía mientras le prometía todo aquello llorando a moco tendido ya, porque el nudo que me hice en el corazón la última vez, se me había desatado sin que pudiera hacer nada para volver a anudarlo.
Al día siguiente en mitad de la clase el director del colegio interrumpió a la señorita Ana que nos pidió silencio mientras estuviera ausente.
Cuando entró en clase de nuevo y vi su cara desencajada con una nota blanca en la mano, supe que se trataba de Carlitos.
La señorita Ana con un hilo de voz me llamó y me dio la nota junto con su permiso para que me marchara si así lo deseaba.
Apretujando ese trozo de papel en la mano salí de allí corriendo y casi no recuerdo cuando dejé de hacerlo.
Sudoroso y jadeante, abrí temblando la nota y leí las letras de aquella nota:
Mi madre me ha vuelto a llamar y esta vez le he hecho caso.
Carlitos se ahorcó en su habitación con la esperanza de que fuera su madre quien ahora le cuidara tal y como había hecho hasta que murió.
Han pasado casi veinte años de esto y aún conservo los tebeos que le compré en el kiosko de la señora Remedios.
De todos los animales, el hombre es el más cruel. Es el único que infringe dolor por el placer de hacerlo.
Voltaire ( Fílósofo francés).
Siempre le caía un flequillo rubio por los ojos. Costaba trabajo saber de qué color los tenía precisamente por ese motivo. A veces llevaba el pelo mojado producto de una ducha reciente y ahí sí que se podía distinguir que sus ojos eran negros como el azabache, profundos, tan profundos que si los miraba largamente parecía como si de golpe hubiera crecido diez años más. Era la mirada de un niño que a pesar de su aspecto y de su edad, de repente se convertía en adulto.
Carlitos, que era como le solíamos llamar los compañeros de clase, era un chico solitario, asustadizo, que a la primera de cambio daba un respingo. Solía ser el blanco perfecto de todas las burlas.
No hacía mucho tiempo que había venido al pueblo y por lo tanto al colegio. Cuando lo vi por primera vez, supe que su existencia no era nada fácil.
Cuando tenía oportunidad lo defendía de los compañeros y evitaba así que le dieran algún que otro puntapié o que escuchara alguna palabra malsonante respecto a su aspecto.
Vivía en una casita al final de mi calle, que siempre me hacía pensar que el día menos pensado se caería sobre sus cimientos. Algún día me invitaba a pasar aunque evitaba entrar si estaba su padre.
Su padre era todo lo contrario a Carlitos, alto, fuerte, moreno y con una mirada que deseabas que no posase en ti porque te erizaba los pelos de la nuca.
La madre de Carlitos murió cuando él apenas tenía tres años y conservaba una foto en la mesita de noche, muy cerca de la cabecera de su cama.
La primera vez que me la enseñó supe de quién heredó ese pelo tan rubio y esos ojos tan oscuros.
Carlitos no hablaba mucho, más bien escuchaba todo el rato, sin embargo logré que me contara lo que echaba de menos a su madre y que su padre le pegaba, todo ello mientras apretaba la foto de su madre contra su pecho y las lágrimas le caían por la cara. También me dijo que a veces escuchaba cómo su madre lo llamaba , so pena de que eso le hiciera parecer un loco delante mío. Yo le contesté que no, que para mí no estaba loco mientras me hacía un nudo en el corazón para que no notara el efecto que producía en mí todas sus palabras.
Un día Carlitos no vino al colegio y cuando le pregunté a la señorita Ana por él, me dijo que su padre había llamado diciendo que estaba enfermo y que no volvería por lo menos en un par de semanas.
Me removía inquieto en mi silla deseando con todas mis fuerzas que terminaran las clases para ir a verlo. A mediodía su padre aún trabajaba y tendría un buen rato para estar con él antes de que llegara.
Al llegar la hora de la salida, corrí hacía su casa como viento que lleva el diablo. Sabía que Carlitos no estaba enfermo y seguro que no me equivocaba.
Cuando llegué y me abrió la puerta después de estar un buen rato llamando, sentí que se me quebraba el mismo alma. Carlitos tenía la cara amoratada, los ojos apenas se le veían por la hinchazón y la razón por la que había tardado tanto tiempo en abrir, la tenía justo enfrente de mí. Apenas podía sostenerse en pie. Lo llevé a duras penas a su habitación. Sin decir una sola palabra se quitó la camisa del pijama y pude ver como su espalda estaba cosida a latigazos. Me costaba incluso respirar después de aquella visión.
Le costaba hablar por lo que supuse que tenía alguna costilla rota y cuando le pregunté que por qué, que por qué se ensañaba así con él, me contestó que daba igual lo que hiciera o dijera, siempre buscaba una excusa para pegarle. A su madre la mató así. El lo vio todo pero su padre ignoraba tal cosa. Comprendí entonces por qué Carlitos tenía aquella mirada de adulto. Creció de repente un día cuando tenía sólo tres años y siguió creciendo a base de palos.
Le prometí ir todos los días a verlo y cuidarlo después de clase. Le prometí comprarle los tebeos que prácticamente devoraba y que escondía luego debajo de la cama para que su padre no los viera ,del Kiosko de la señora Remedios.
El asentía mientras le prometía todo aquello llorando a moco tendido ya, porque el nudo que me hice en el corazón la última vez, se me había desatado sin que pudiera hacer nada para volver a anudarlo.
Al día siguiente en mitad de la clase el director del colegio interrumpió a la señorita Ana que nos pidió silencio mientras estuviera ausente.
Cuando entró en clase de nuevo y vi su cara desencajada con una nota blanca en la mano, supe que se trataba de Carlitos.
La señorita Ana con un hilo de voz me llamó y me dio la nota junto con su permiso para que me marchara si así lo deseaba.
Apretujando ese trozo de papel en la mano salí de allí corriendo y casi no recuerdo cuando dejé de hacerlo.
Sudoroso y jadeante, abrí temblando la nota y leí las letras de aquella nota:
Mi madre me ha vuelto a llamar y esta vez le he hecho caso.
Carlitos se ahorcó en su habitación con la esperanza de que fuera su madre quien ahora le cuidara tal y como había hecho hasta que murió.
Han pasado casi veinte años de esto y aún conservo los tebeos que le compré en el kiosko de la señora Remedios.
De todos los animales, el hombre es el más cruel. Es el único que infringe dolor por el placer de hacerlo.
Voltaire ( Fílósofo francés).
No he podido evitar soltar alguna lágrima. Me he emocionado al imaginarme la escena, el pensar en que en alguna parte hay un Carlitos al cual también le llama su madre.
ResponderEliminarMuy emotivo, amiga. Un abrazo.
Casi todos los relatos que me salen son de este estilo, me gusta que te haya emocionado.
ResponderEliminarUn beso!!