Era octubre cuando
por primera vez la vio.
Tomaba café sentada a
la mesa de una cafetería, por la que él solía pasar cada día para ir al
trabajo.
Desde ese mismo día,
cada vez que llegaba a su altura, aminoraba el paso, para poder contemplarla
mejor.
Siempre tenía la
cabeza agachada, una mano sujetando la barbilla y la otra escribía sin parar,
en un cuaderno con las tapas en verde.
Llevaba tanto tiempo
observándola que se sabía de memoria cada detalle de ella.
Cuando la dejaba
atrás y hasta llegar al trabajo, rememoraba cada cosa que le gustaba de ella.
Le gustaba su pelo
negro y la forma en que le caía a un lado de la cara, mientras no paraba de
escribir.
Le gustaban sus
manos, estaba seguro que estaban hechas para acariciarle a uno cada centímetro
de la piel.
Le gustaba la forma
en que distraídamente, balanceaba una de sus piernas, casi de forma mecánica.
A veces, pensaba en
entrar, en hacerse el encontradizo con cualquier excusa, pero no se atrevía.
Sólo de pensarlo, el corazón se le desbocaba.
No sabía nada de
ella, ni su nombre, ni de dónde venía, si estaba casada, si era feliz.
Sólo sabía que le
bajaría la luna y se la pondría al lado de aquel cuaderno verde, a cambio de
que ella levantara la vista y lo mirara.
Moría por ver sus
ojos, por ver lo que contenía aquella mirada.
Moría un poco cada
día de camino al trabajo.
Así cada día, a la
misma hora.
Ella sentada en el
mismo sitio, la misma mesa pegada al cristal que daba a la avenida.
Penaba por ella, la
deseaba con fervor y la amaba aún sin saber ni qué tono tenía su voz.
La amaba con pasión.
Así. Sin más.
La tuvo cientos de
veces en sueños, cientos de veces en su cama. La imaginaba y la hacía real.
Cada noche se
convertía en su dueño.
Su mente era incapaz
de pensar en otra cosa que no fuese la chica de la cafetería.
Una mañana al pasar,
no la vio allí. La mesa vacía. No estaba allí. Sintió tal dolor que se paró en
seco. Se plantó de cara al cristal y miraba la mesa, la silla.
Su mesa, su silla. Como si aquello pudiese hacer que apareciera por arte de magia.
Con paso firme y
decidido entró en la cafetería y le preguntó al camarero por la chica de la
mesa vacía.
El camarero, sin
dejar de limpiar la barra con gesto monótono y cansino, levantó los hombros en
señal de importarle un bledo lo que le preguntaba.
El volvió a insistir.
-Le estoy preguntando
qué dónde está la chica que se sentaba a esa mesa.- El tono que usó fue tan
contundente, que el camarero paró, lo miró y le dijo:
-Hoy no ha venido. Y
no creo que vuelva.
- ¿ Cómo que cree que
no va a volver más?. ¿ Qué le hace pensar eso?
-Dejó su cuaderno y
su bolígrafo aquí.- Creyó percibir un deje de sorna, como si aquello le
alegrase.
- ¿ Dónde está?
-En el almacén.
- ¡ Démelo! ¡Deme el
cuaderno y el bolígrafo!
- ¿ Es suyo acaso?
- Tampoco es suyo.¡
Démelo o entro a cogerlo yo mismo!.- Tenía ganas de partirle la cara en ese
mismo momento a aquel estúpido camarero de gesto tedioso.
El del aire cansino,
lo miró un instante, dio media vuelta y al volver lo hizo arrastrando los pies,
como si el mundo entero le colgara a la espalda.
A punto estuvo de
saltar la barra y gritarle que se lo diera de una maldita vez. Cuando lo tuvo,
salió de allí como una exhalación, mientras apretaba contra su pecho aquél
cuaderno y con su mano apretaba aquel bolígrafo.
Llamó al trabajo y
dijo que esa mañana no acudiría a trabajar, que se encontraba enfermo.
Cuando llegó a su
casa lo soltó en la mesa de la cocina. Y lo miró. Lo observó como si de ella
misma se tratara. Las tapas verdes con una flor de pétalos blancos en el
centro. Lo cogió y al abrirlo, el aroma que desprendió aquel cuaderno se le
clavó en el alma. Supo que ya jamás olvidaría aquel olor. Olía a ella. Olía
cómo tantas y tantas noches cuando en un mar de emociones y locura, la había
imaginado entre sus brazos con ferviente pasión.
Se llevó el bolígrafo
a la nariz y mientras cerraba los ojos, aspiró profundamente. La misma
sensación. La misma certeza. Aquel aroma viajó hasta sus más íntimos secretos y
se instaló allí.
La letra ladeada. La
escritura perfecta. Se sintió un ladrón mientras devoraba aquellas letras que
no le pertenecían. Lo hacía con avidez. Con suma pasión, esa pasión que lo
devoraba por dentro. Con amor, con ese amor que lo consumía cada minuto, cada
hora.
Cuando terminó de
leer quiso morir. Creyó morir.
Hablaba de él,
escribía sobre él. Contaba cómo lo miraba a través del cristal cuando él pasaba
cada mañana. Cómo amaba la forma de caminar con las manos en los bolsillos. Su
andar seguro, erguido. Deseaba con enorme locura, esa espalda que se adivinaba
bajo su camisa.
Escribía que lo amaba
así. Sin más. Sin haberle mirado nunca a la cara. A los ojos.
Amaba cada parte de
su ser y cada noche moría por estar entre sus brazos.
Que mataría por
atreverse alguna vez a salir y hacerse la encontradiza con cualquier excusa.
Pero nunca se
atrevió. Sólo de pensarlo el corazón le latía como si fuese a estallarle.
No podía más. Se moría
por él, pero él nunca se fijaría en ella.
Por eso se rindió y
abandonó el cuaderno, el bolígrafo, sus letras.
Y se marchó.
El la buscó durante
años. No quedó un rincón dónde él no mirara. No quedó un lugar dónde él no
buscara. Pero no la halló jamás.
Hoy sentado en esa
misma cafetería, a la misma mesa y sabiendo que le quedaba poco tiempo de vida,
debido a su vejez, abrió el cuaderno y escribió.
Si hubieses levantado
la vista una sola vez. Si yo hubiese volteado la cabeza una sola vez.
Joder qué tristeza! Qué mal! Y qué bien relatado, por cierto.
ResponderEliminarUn beso.
He de confesar que he sufrido haciendo este relato. La última frase me rompió un poco el corazón. Pero tuve que hacerlo así,para que justo lo que has sentido tú, sientan todos aquellos que lean este relato.
EliminarUn beso fuerte y gracias por pasarte!!.
Me quedo con una impotencia y una rabia....
ResponderEliminarComo cambia todo por la falta de un simple gesto.
La frase final dolorosa y magistral, Manuela.
Un fuerte abrazo.
Muy triste! Cala en lo hondo de todo lo que alguna vez,todos hemos sentido..
ResponderEliminarVerdad! Esa frase final hiere. Gracias como siempre Auro !!
ResponderEliminarUn besazo!!
Tristeza pura y dura Lunita.
ResponderEliminarGracias por leerme...
Un beso fuerte!!!!!
Uffff..! qué escalofrio me entró mientras lo leía. Que no, que hay que atreverse, que lo que no se haga, queda en el pasado y en lamentaciones.
ResponderEliminarMe encantó. Un beso y una flor, Flor. ;-)
Me gustó eso de una flor... Flor... Gracias por pasarte Anaís...
ResponderEliminarUn beso... Anaís...
precioso y triste
ResponderEliminarQue historia mas bonita mi querida hermana pero triste a la vez me ha emocionado mucho cuando la leido, gracias hermana por contarnos tan bellas historias un besazo y ya sabes que te quiero.
ResponderEliminarPuedes recoger tu premio!!
ResponderEliminarhttp://elrincondelaluna-lunaroja.blogspot.com.es/2013/06/premio-iniciativa-de-incentivacion-de.html
Creo que en algún otro lado comenté este texto. No me importa repetirme. Me parece un excelente relato de las cosas que nos pasan por no encarar los encuentros que la vida nos propone. Lo llamamos: "el destino". Dudamos y perdemos la oportunidad de saber si eso era "la felicidad". Te felicito.
ResponderEliminarGracias Caizán!!!
EliminarSaludos!!
Decía un magnífico poeta que sólo se escribe del amor y de la muerte y que lo demás son variantes; como por ejemplo el tuyo, AMABA EL AMOR QUE ES MORIR CADA DÍA UN POCO. Bonito relato Manuela Flores Mora
ResponderEliminarMuchas gracias por leer y dejar tu comentario!!
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